Aquí, allá, lo mismo da
Por Max Resto
Adoro los atardeceres de Nueva York. Adoro ese
cielo que se quiebra en anaranjados imposibles, el skyline citadino que
se viste de dorados refulgentes y devuelve la luz con una nitidez inaudita.
Adoro los antiguos edificios de ladrillo y cornisas rococó que se despiden del
día con la misma nostalgia lenta y abrasiva de ese bolero triste, pero
preferido, que no podemos dejar de escuchar cuando nos duele el alma.
Los adoro porque es entonces, cruzando el Williamsburg Bridge desde el Loisaida
mítico hasta mi Brooklyn natal, cuando cocino los textos que me sustentan. Es
entonces cuando les doy orden y concierto a los retazos de memoria que ahora me
afano en redactar, y que siempre me sirven para recordar que en algún momento
creí saber algo y lo quise compartir. Un vano afán, lo sé, pero afán al fín. Y
uno del que me había alejado por completo por casí una década.
Y todo comenzó, o le dio por continuar, hace
casi un año. Esa tarde sanjuanera, no recuerdo si fue en verano o primavera,
terminando el otoño o casi en invierno, pero sí recuerdo con nitidez que fue
una tarde entre libros, revistas, gente y música. Y fue simple: un encuentro
con mi antiguo editor. Me mira, sonríe, un abrazo. “Me gustaría ver tu byline
en el periódico”, me dijo como quién por gusto suelta una hoja al viento. Otro
abrazo y continuamos nuestro camino.
Ese gesto simple fue como despertar al que
duerme, una alarma que levanta de su reposo a la conciencia, toda conciencia:
la de ser y la de estar. Me sentí entonces como un Rip Van Winkle, perdido del mundo por casi una década (el durmió
por dos, según su cuento) y gracias a ese gesto empieza a redescubrirlo, con
los pasos dubitativos y lentos del que aprende a caminar.
Es extraño, pero atrayente, el ir por la vida
amparado en la riqueza de la metáfora, la insaciabilidad infinita de la
hipérbole y la adjetivación pesada e inconsecuente, pero lírica. Ser un nómada
urbano al fin, con la cabeza llena de imposibles, poesía y libertad, pero dueño
y señor del artificio, redimido por las posibilidades de la prosa.
Y es que la disciplina del cronista no exije
nada menos. Un verdadero cronista mira al mundo con atención, pero con
desapego, sujeto a la lupa severa e incisiva de quien asume la responsabilidad
de dejar los hechos y las cosas, sasonadas por el verbo, obviamente, como su
único legado. Un verdadero cronista observa todo con intensidad empírica, pero
prefiere permanecer al margen. Mira lo que se sucede sin parpadeo, pero demasiado
ocupado en aderezarlo con ingenio y redactarlo con salero como para permitirse
el lujo de participar, protagonizar tal vez.
Después de casi diez años de ausencia de estas
páginas, nuevamente me doy a observar, más alla de la sorpresa, cuánto ha
cambiado este mundo desde que deje a un lado tan digna disciplina, mas me veo
con la realidad de que todo es diferente, pero absurdamente nada ha cambiado.
Veinte años no son nada, cuando puede pasar
tanto en tan sólo diez.
Según una cuenta moderada y sintetizadora, al
día de hoy ya tenemos demasiadas autopistas, highways, byways,
paseos y tablados. También tenemos muchos, pero muchos aviones de transporte,
trenes urbanos, autobuses itinerantes, bicicletas motorizadas y hasta ya nos
vemos ante el germen de los carros que caminan solos.
Tenemos el reguetón, otro género musical nativo
además de la danza, la bomba y la plena. Lo que significa que tenemos al mundo
entero perreando a la menor provocación. Aleluya. Y eso, según los unos, porque
los otros dicen que el novel género urbano bailable es de Panamá (pero allá
Juana con sus pollos).
Tenemos de todo como en botica. Desde los más
impresionantes acronismos: MP3, SUV, DVD; HDTV, hasta lo último en la
tecnología de la indulgencia y lo innecesario como lo son los robots que bailan
el cha-cha y la pachanga, hablan miles de idiomas, lenguajes, dialectos y
regionalismos y son capaces de interactuar con otros tantos protocolos
digitales, además de preparar café cola’o con espumita de leche y polvillo de
canela para entretener a los curiosos.
Tenemos a Green
Day y al Green Peace junto con el
“verde que te quiero verde”. Gozamos de las maravillas del GPS, los
localizadores por satélite, los chips
microscópicos, el vídeo surveillance
y todos los demás embelecos electrónicamente avanzados que a pasos agigantados
nos acercan más a la pesadilla del Big
Brother orweliano.
Mas, por otro lado, conservamos los indigentes
que se mueren de hambre y necesidad en las capitales tercermundistas. Tenemos
los drogadictos en las encrucijadas urbanas, llagosos y en abandono, víctimas
de su enfermedad y que viven de la caridad y el vicio. No nos hemos podido
deshacer de la locura de las guerras, que siguen siendo las mismas (los
enemigos podrán ser otros, pero tenemos la virtud de saberlos odiar de igual
manera). Pero ahora los eliminamos
con nuevas y mejoradas formas de “matar de lejos”, gracias a las maravillas del
GPS, los localizadores por satélite, los chips
microscópicos, el vídeo surveillance
y todos los demás embelecos electrónicamente avanzados.
Vivimos en un mundo donde todos tienen
idénticas aspiraciones a las glorias del metrosexualismo, los avances en la
comunicación internacional, las bendiciones de la fotografía digital y las
virtudes de la red eléctrónica global. Todos aspiramos a marcar el horizonte
con los trazos negligentes de un skyline ultra chick, pero no somos
capaces de arreglar presupuestos y manejar la cosa pública sin corrupción. No
hemos podido resolver el problema del terrorismo doméstico o internacional.
Tampoco la constante amenaza del holocausto nuclear. Y, para colmo, vivimos en
la inopia cuando nos toca enfrentar la violencia en el hogar, la furia de la
naturaleza, el apocalipsis bíblico o la posible decadencia de la civilización
según la conocemos.
¿Sueños de caviar con realidad de hueso duro de
roer? Como diría el pana Tapón, allá en el remoto barrio de Cidra donde me
crié, y aunque no tenga nada que ver (es la belleza del caso y la discreción
del cronista): “Así es la vida del muellero”.
Yo adoro los atardeceres de Nueva York, Nueva
York (hay que decirlo dos veces porque La Ciudad es así de especial). Adoro ver
las figuras ataviadas de negro (un tanto hostiles, pero fugaces) de los judíos
jasídicos que habitan en el vecindario donde vivo. Sus mujeres, calladas y
taciturnas, serias y esquivas, que se desplazan ligeras (raros espejismos que
sugieren recato y misterio) seguidas por sus rosarios de hijos en orden
descendente según tamaño. También los abuelos solemnes y las abuelas hurañas,
los jóvenes presurosos y las lívidas señoritas, los niñitos escandalosos. El
tráfico que no cesa, la sirena de los viernes en la tarde que llama al
recogimiento y recuerda que mañana es sábado, el día “que hizo el Señor”.
Y adoro ver a todos los demás que me rodean en
esta urbe extensa y avasalladora, cada cual en su mundo. Cómo un set de
elegantes audífonos y un moderno MP3 sirven de excusa para obviar los dramas
cotidianos del tren subterráneo; cómo la edición vespertina del Times o el Post o el último best seller
del club de lectores de Oprah son el escudo perfecto contra el contacto con el
resto de la humanidad. Esta maravillosa Babel de Hierro es un lugar donde todos
callan, pero donde no existe el silencio. Así es la vida en este sardinero
post-holocaústico, multicolor y políglota donde cada cabeza es un mundo y cada
mundo está a sólo unos centímetros de distancia, pero víctima del abismo
inexplicable y profundo de los proverbiales “seis grados de separación”.
Compartimos la acera habitando mundos diferentes. Pero qué importancia pueden
tener las diferencias cuando se tiene la certeza de que definitivamente estamos
de acuerdo en una cosa: odiamos cuando alguien viene a complicarnos la
existencia con cuentos de gallo bolo, afrentas y provocación o faltas al respeto.
Sí, adoro los atardeceres que me ofrece la Gran
Manzana. Y no es porque ya me gusten menos los románticos atardeceres de San
Juan o los frescos atardeceres de Cidra, ese rincón de mundo que llevo tatuado
en el alma, o los coloridos crepúsculos del sur de la Florida, el aventurero
cielo de México, las misteriosas alturas asiáticas o el inmenso azul
californiano (que, según aquellos que nunca han visto el Sol caer en otros
sitios, los declaran como los más hermosos de la tierra).
Me gustan por que me inspiran a escribir (que
aparentemente es para lo único que sirvo). Y me gusta ese hablar conmigo mismo
mientras pienso. Y me gusta ese tecleteo insistente en la compu cuando escribo,
que me deja saber que estoy vivo, que veo, que observo, que siento y que padezco.
Me gustan estos atardeceres tanto o más de lo
que me pueden gustar un helado de frutas, una palmadita en la espalda para
darme ánimo o un abrazo de amistad. Me gustan porque son fugaces y hermosos. Me
gustan porque los tengo a la mano, porque me dan el tiempo y el espacio para
figurar los contornos de ese promisorio horizonte que me llama urgente, antes
de que se pierda en sombras y se defina con luces de artificio.
Dado al relato de mis aventuras (o desventuras,
venga lo que venga) es en medio del puente con ruta a Williamsburg, Brooklyn,
ese instante de tráfico y prisa, ese momento de cansancio acumulado y promesas
de sosiego, ese breve instante cuando se reconoce que se sobrevivió a otro día
sin que nos devorara la ciudad con su rutina golosa, sin que nos retuviera el
desconcierto ni la sorpresa, sin que nos atrapara el sistema, cuando más clara
me llega la palabra. Es entonces, y es cómo un suspiro de dicha, que me conecto
con el verbo.
Camino ese trecho pintoresco y atrevido,
grotescamente gigante y completamente metálico, ocupado de ruidos ajenos,
evocaciones ancestrales y vibraciones sísmicas, con la certeza de que ese cielo
que se tiñe de adioses no puede más que augurar bienaventuranza. Que ese
horizonte cautivador y emotivo, ese perfil de ciudad que apunta al cielo
retando toda lógica, me anima a continuar en este largo peregrinaje personal y
caprichoso que me he propuesto a realizar y que dejo en estas páginas para que
no se olvide.
Max Resto©2006