Saturday, May 19, 2012

Memorias de un nómada urbano 2




Aquí, allá, lo mismo da
Por Max Resto


Adoro los atardeceres de Nueva York. Adoro ese cielo que se quiebra en anaranjados imposibles, el skyline citadino que se viste de dorados refulgentes y devuelve la luz con una nitidez inaudita. Adoro los antiguos edificios de ladrillo y cornisas rococó que se despiden del día con la misma nostalgia lenta y abrasiva de ese bolero triste, pero preferido, que no podemos dejar de escuchar cuando nos duele el alma.

Los adoro porque es entonces, cruzando el Williamsburg Bridge desde el Loisaida mítico hasta mi Brooklyn natal, cuando cocino los textos que me sustentan. Es entonces cuando les doy orden y concierto a los retazos de memoria que ahora me afano en redactar, y que siempre me sirven para recordar que en algún momento creí saber algo y lo quise compartir. Un vano afán, lo sé, pero afán al fín. Y uno del que me había alejado por completo por casí una década.

Y todo comenzó, o le dio por continuar, hace casi un año. Esa tarde sanjuanera, no recuerdo si fue en verano o primavera, terminando el otoño o casi en invierno, pero sí recuerdo con nitidez que fue una tarde entre libros, revistas, gente y música. Y fue simple: un encuentro con mi antiguo editor. Me mira, sonríe, un abrazo. “Me gustaría ver tu byline en el periódico”, me dijo como quién por gusto suelta una hoja al viento. Otro abrazo y continuamos nuestro camino.

Ese gesto simple fue como despertar al que duerme, una alarma que levanta de su reposo a la conciencia, toda conciencia: la de ser y la de estar. Me sentí entonces como un Rip Van Winkle, perdido del mundo por casi una década (el durmió por dos, según su cuento) y gracias a ese gesto empieza a redescubrirlo, con los pasos dubitativos y lentos del que aprende a caminar.

Es extraño, pero atrayente, el ir por la vida amparado en la riqueza de la metáfora, la insaciabilidad infinita de la hipérbole y la adjetivación pesada e inconsecuente, pero lírica. Ser un nómada urbano al fin, con la cabeza llena de imposibles, poesía y libertad, pero dueño y señor del artificio, redimido por las posibilidades de la prosa.

Y es que la disciplina del cronista no exije nada menos. Un verdadero cronista mira al mundo con atención, pero con desapego, sujeto a la lupa severa e incisiva de quien asume la responsabilidad de dejar los hechos y las cosas, sasonadas por el verbo, obviamente, como su único legado. Un verdadero cronista observa todo con intensidad empírica, pero prefiere permanecer al margen. Mira lo que se sucede sin parpadeo, pero demasiado ocupado en aderezarlo con ingenio y redactarlo con salero como para permitirse el lujo de participar, protagonizar tal vez.

Después de casi diez años de ausencia de estas páginas, nuevamente me doy a observar, más alla de la sorpresa, cuánto ha cambiado este mundo desde que deje a un lado tan digna disciplina, mas me veo con la realidad de que todo es diferente, pero absurdamente nada ha cambiado.

Veinte años no son nada, cuando puede pasar tanto en tan sólo diez.

Según una cuenta moderada y sintetizadora, al día de hoy ya tenemos demasiadas autopistas, highways, byways, paseos y tablados. También tenemos muchos, pero muchos aviones de transporte, trenes urbanos, autobuses itinerantes, bicicletas motorizadas y hasta ya nos vemos ante el germen de los carros que caminan solos.

Tenemos el reguetón, otro género musical nativo además de la danza, la bomba y la plena. Lo que significa que tenemos al mundo entero perreando a la menor provocación. Aleluya. Y eso, según los unos, porque los otros dicen que el novel género urbano bailable es de Panamá (pero allá Juana con sus pollos).

Tenemos de todo como en botica. Desde los más impresionantes acronismos: MP3, SUV, DVD; HDTV, hasta lo último en la tecnología de la indulgencia y lo innecesario como lo son los robots que bailan el cha-cha y la pachanga, hablan miles de idiomas, lenguajes, dialectos y regionalismos y son capaces de interactuar con otros tantos protocolos digitales, además de preparar café cola’o con espumita de leche y polvillo de canela para entretener a los curiosos.

Tenemos a Green Day y al Green Peace junto con el “verde que te quiero verde”. Gozamos de las maravillas del GPS, los localizadores por satélite, los chips microscópicos, el vídeo surveillance y todos los demás embelecos electrónicamente avanzados que a pasos agigantados nos acercan más a la pesadilla del Big Brother orweliano.

Mas, por otro lado, conservamos los indigentes que se mueren de hambre y necesidad en las capitales tercermundistas. Tenemos los drogadictos en las encrucijadas urbanas, llagosos y en abandono, víctimas de su enfermedad y que viven de la caridad y el vicio. No nos hemos podido deshacer de la locura de las guerras, que siguen siendo las mismas (los enemigos podrán ser otros, pero tenemos la virtud de saberlos odiar de igual manera).  Pero ahora los eliminamos con nuevas y mejoradas formas de “matar de lejos”, gracias a las maravillas del GPS, los localizadores por satélite, los chips microscópicos, el vídeo surveillance y todos los demás embelecos electrónicamente avanzados.

Vivimos en un mundo donde todos tienen idénticas aspiraciones a las glorias del metrosexualismo, los avances en la comunicación internacional, las bendiciones de la fotografía digital y las virtudes de la red eléctrónica global. Todos aspiramos a marcar el horizonte con los trazos negligentes de un skyline ultra chick, pero no somos capaces de arreglar presupuestos y manejar la cosa pública sin corrupción. No hemos podido resolver el problema del terrorismo doméstico o internacional. Tampoco la constante amenaza del holocausto nuclear. Y, para colmo, vivimos en la inopia cuando nos toca enfrentar la violencia en el hogar, la furia de la naturaleza, el apocalipsis bíblico o la posible decadencia de la civilización según la conocemos.

¿Sueños de caviar con realidad de hueso duro de roer? Como diría el pana Tapón, allá en el remoto barrio de Cidra donde me crié, y aunque no tenga nada que ver (es la belleza del caso y la discreción del cronista): “Así es la vida del muellero”.

Yo adoro los atardeceres de Nueva York, Nueva York (hay que decirlo dos veces porque La Ciudad es así de especial). Adoro ver las figuras ataviadas de negro (un tanto hostiles, pero fugaces) de los judíos jasídicos que habitan en el vecindario donde vivo. Sus mujeres, calladas y taciturnas, serias y esquivas, que se desplazan ligeras (raros espejismos que sugieren recato y misterio) seguidas por sus rosarios de hijos en orden descendente según tamaño. También los abuelos solemnes y las abuelas hurañas, los jóvenes presurosos y las lívidas señoritas, los niñitos escandalosos. El tráfico que no cesa, la sirena de los viernes en la tarde que llama al recogimiento y recuerda que mañana es sábado, el día “que hizo el Señor”.

Y adoro ver a todos los demás que me rodean en esta urbe extensa y avasalladora, cada cual en su mundo. Cómo un set de elegantes audífonos y un moderno MP3 sirven de excusa para obviar los dramas cotidianos del tren subterráneo; cómo la edición vespertina del Times o el Post o el último best seller del club de lectores de Oprah son el escudo perfecto contra el contacto con el resto de la humanidad. Esta maravillosa Babel de Hierro es un lugar donde todos callan, pero donde no existe el silencio. Así es la vida en este sardinero post-holocaústico, multicolor y políglota donde cada cabeza es un mundo y cada mundo está a sólo unos centímetros de distancia, pero víctima del abismo inexplicable y profundo de los proverbiales “seis grados de separación”. Compartimos la acera habitando mundos diferentes. Pero qué importancia pueden tener las diferencias cuando se tiene la certeza de que definitivamente estamos de acuerdo en una cosa: odiamos cuando alguien viene a complicarnos la existencia con cuentos de gallo bolo, afrentas y provocación o faltas al respeto.

Sí, adoro los atardeceres que me ofrece la Gran Manzana. Y no es porque ya me gusten menos los románticos atardeceres de San Juan o los frescos atardeceres de Cidra, ese rincón de mundo que llevo tatuado en el alma, o los coloridos crepúsculos del sur de la Florida, el aventurero cielo de México, las misteriosas alturas asiáticas o el inmenso azul californiano (que, según aquellos que nunca han visto el Sol caer en otros sitios, los declaran como los más hermosos de la tierra).

Me gustan por que me inspiran a escribir (que aparentemente es para lo único que sirvo). Y me gusta ese hablar conmigo mismo mientras pienso. Y me gusta ese tecleteo insistente en la compu cuando escribo, que me deja saber que estoy vivo, que veo, que observo, que siento y que padezco.

Me gustan estos atardeceres tanto o más de lo que me pueden gustar un helado de frutas, una palmadita en la espalda para darme ánimo o un abrazo de amistad. Me gustan porque son fugaces y hermosos. Me gustan porque los tengo a la mano, porque me dan el tiempo y el espacio para figurar los contornos de ese promisorio horizonte que me llama urgente, antes de que se pierda en sombras y se defina con luces de artificio.

Dado al relato de mis aventuras (o desventuras, venga lo que venga) es en medio del puente con ruta a Williamsburg, Brooklyn, ese instante de tráfico y prisa, ese momento de cansancio acumulado y promesas de sosiego, ese breve instante cuando se reconoce que se sobrevivió a otro día sin que nos devorara la ciudad con su rutina golosa, sin que nos retuviera el desconcierto ni la sorpresa, sin que nos atrapara el sistema, cuando más clara me llega la palabra. Es entonces, y es cómo un suspiro de dicha, que me conecto con el verbo.

Camino ese trecho pintoresco y atrevido, grotescamente gigante y completamente metálico, ocupado de ruidos ajenos, evocaciones ancestrales y vibraciones sísmicas, con la certeza de que ese cielo que se tiñe de adioses no puede más que augurar bienaventuranza. Que ese horizonte cautivador y emotivo, ese perfil de ciudad que apunta al cielo retando toda lógica, me anima a continuar en este largo peregrinaje personal y caprichoso que me he propuesto a realizar y que dejo en estas páginas para que no se olvide.

Max Resto©2006